Aunque la Alianza para la Ética Salvaje trabaja con fluidez con la palabra impresa y con los medios digitales, no obstante damos prioridad a la cultura oral – la cultura de la narración cara a cara (y cara a cara). De hecho, sostenemos que la revitalización de la cultura oral es un imperativo ecológico.
¿Por qué? Bueno, consideremos:
La cultura literaria (la capa de la sociedad implícitamente informada por libros, periódicos y revistas) permite un intercambio de historias y conocimientos de diversos tiempos y lugares. La lectura es una forma maravillosa de experiencia, pero es necesariamente abstracta en relación con nuestros encuentros directos y sensoriales en la inmediatez de nuestro lugar. De hecho, al mezclar nociones procedentes de épocas y culturas divergentes, el discurso literario a menudo infunde una distancia útil y un distanciamiento de nuestro entorno inmediato (una gran bendición cuando la situación en la que nos encontramos es especialmente opresiva y dolorosa). En este sentido, la cultura literaria es inherentemente cosmopolita.
La cultura digital (la cultura informatizada del correo electrónico y las redes sociales y las páginas web como ésta), nos proporciona información casi instantánea de todo el mundo, potenciando las interacciones virtuales con personas de lugares muy diferentes. Internet es un logro asombroso, rico en potencial. Sin embargo, a pesar de su aparente inmediatez, la comunicación digital es a menudo más incorpórea y sin lugar que nuestra relación con los libros impresos y las cartas manuscritas. De hecho, el ciberespacio parece no tener ubicación alguna, a menos que el «lugar» que encontramos a través de Internet sea el propio planeta, transmutado en un campo ingrávido de información. Si la cultura alfabetizada es intrínsecamente cosmopolita, nuestra creciente participación en las redes sociales, el comercio electrónico y los mensajes digitales de todo tipo nos involucra en una capa aún más abstracta de la cultura que es inherentemente global y globalizadora.
La cultura oral, sin embargo, es inherentemente local y basada en el lugar. Implica el intercambio cara a cara de historias que no están escritas, historias que a menudo llevan, en su relato, información precisa sobre las sutilezas del terreno local. Durante decenas de miles de años, antes de la reciente aparición de los sistemas formales de escritura, los seres humanos dependíamos totalmente de la transmisión oral de esas historias, en las que se incluían instrucciones sobre cuestiones como qué plantas locales eran buenas para comer y cuáles eran venenosas, y cómo preparar ciertas plantas como medicina para determinadas dolencias. Los relatos conservaban información crucial sobre dónde encontrar agua en caso de una sequía prolongada, y cuál era la mejor manera de cazar determinados animales, y cómo preparar sus pieles para refugiarse o vestirse…
Los relatos orales tradicionales, en otras palabras, llevaban en sus aventuras todo el conocimiento acumulado ancestralmente sobre cómo sobrevivir y prosperar en una región concreta. Además, en ausencia de la palabra escrita, el propio paisaje sensual era la mnemotecnia necesaria (o el desencadenante de la memoria) para recordar los relatos orales. Por ejemplo, los animales locales solían ser los protagonistas de los relatos; de ahí que un encuentro inesperado con un coyote o un colibrí, en el transcurso de las actividades cotidianas, desencadenara de inmediato el recuerdo de algún cuento en el que ese animal tuviera un papel destacado. Del mismo modo, el encuentro con un acantilado particular, o el lecho de un arroyo, o un grupo de rocas, liberaría la memoria de los eventos históricos que se cree que han sucedido en ese lugar. Para los miembros de una cultura oral indígena, cada parte del paisaje regional tiene sus asociaciones históricas, historias que parecen contarse a sí mismas a medida que se recorre la tierra local. Porque la propia tierra habla. Para una sensibilidad profundamente oral, el lenguaje no es una posesión exclusivamente humana, sino una propiedad de la tierra animada, un poder en el que todos participamos (junto con los osos, los álamos temblones y las montañas acurrucadas).
Esta intimidad sensorial con la tierra viva, esta reciprocidad no sentimental y respetuosa con el terreno más que humano, es el sello de toda cultura profundamente oral. Es una forma de inteligencia encarnada y terrenal de la que se carece hoy en día.
La Alianza para la Ética Salvaje trabaja por un rejuvenecimiento de la cultura oral, no para excluir la cultura literaria, ni para excluir la cultura digital, sino más bien por debajo de estas capas más abstractas de la sociedad, proporcionando su suelo y sustento necesarios. Porque cuando se le deja solo, el intelecto alfabetizado, a la deriva en el juego de los signos, olvida fácilmente su dependencia del cuerpo y de la tierra que respira, al igual que la mente digital, deslumbrada por sus propias creaciones, a menudo se olvida del entorno sensual y animado. Sin conexión a tierra, estas capas abstractas y autorreflexivas de la conciencia humana llegan a creer en su propia autonomía y, al hacerlo, empiezan a causar estragos en la tierra más que humana.
La Alianza para la Ética Salvaje sostiene que ni la cultura cosmopolita de la alfabetización ni la cultura globalizadora de Internet pueden ser verdaderamente sostenibles (verdaderamente nutritivas para la tierra animada) hasta que ambas estén arraigadas, una vez más, dentro de una próspera cultura oral. O más bien, en una próspera diversidad de culturas orales, cada una de ellas sintonizada con el pulso particular de su lugar, cada una de ellas una expresión dinámica del ecosistema local, o biorregión, que habita.